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El inicio del viaje

Convertirse en madre o padre no es fácil. Quien diga que estaba preparado, que sabía como hacer las cosas y que todo marchó sobre ruedas no estará diciendo la verdad. Nos equivocamos, tenemos miedo de hacer algo mal y eso no es malo ni bueno, simplemente es así.
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Si hoy es difícil obtener información confiable sobre los trastornos del espectro autista y profesionales que ofrezcan una atención integral apropiada para cada caso, imaginen cómo era en la década de 1990 y peor, como era en el interior del país, donde vivíamos nosotros. No había nada.

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Con José Miguel todo parecía andar bien al principio, aunque poco a poco hubo signos que me indicaron que algo pasaba. La suerte fue que los vimos a tiempo y tratamos de  encontrar las soluciones. ¿Qué detectamos? Primero, sus problemas de intolerancia a la leche, luego un parón en su desarrollo (falta de estabilidad al sentarse, no poder mantenerse de pie sin apoyo y un retraso para caminar. También había rechazo a que personas fuera de su entorno se le acercaran y lo cargaran; el balbuceo apareció en el momento que se esperaba pero al poco tiempo desapareció y fue sustituido por uso de señas, como forma de comunicación. No puedo decir que no fijara su mirada en nosotros porque sí nos ponía atención, sin embargo, se dispersaba rápido. Cuando lo llamábamos por su nombre completo atendía y giraba la cabeza, aunque en ocasiones estaba absorto y si le decían solo su primer nombre era como si no fuera con él.



En esa época pensaba que era un niño muy tranquilo y bien portado. Ahora puedo ver eso desde otra perspectiva y saber que era así por otras razones.

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También caminó de puntillas, no soportaba que lo pusieran sobre arena o hierba (se ponía a gritar y se encogía para evitar llegar al suelo). Lloraba y gritaba al contacto, y yo en juego y en serio lo volvía a poner sobre ella, me lo llevaba y lo calmaba y trataba de nuevo, porque quería que sintiera esas sensaciones, que jugara. No sabía en ese momento que le causaba dolor, que le molestaba. 

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Le encantaba andar sin ropa, solo en pañal, de tela, por cierto, aunque yo no era de cargarlo en pañales desechables porque eso me parecía muy caliente. A él no le agradaban mucho esos pañales plásticos, se los halaba porque le molestaban. Ahora también sé que todo es parte de esa deficiencia en su desarrollo sensorial. Algo de esto no se le ha quitado. Ahora, de grande, si está en casa solo lo verán con pantalonetas y en chancletas, y eso que carga algo en los pies porque lo he obligado, para evitar que se golpee los dedos, o que se corte, como ha sucedido ya, porque de lo contrario, solo por una necesidad social -porque es adulto y ha aprendido que no puede andar por allí sin lo indispensable- se pone los short. 



El sonido del mar lo aterraba. La primera vez que lo llevamos a la playa no quería caminar hacia el agua. Se puso tieso. Se negaba, pero era una negación que no tenía que ver con el agua, porque a él le gustaba. Tenía que ver con el sonido de las olas. Así que poco a poco, jugando, lo fui acercando hasta la espuma que deja la ola al llegar a la playa. Y cuando la marea subió fue feliz cuando lo pusimos en un flotador dentro de una gran posa que se hizo.  Ahora, es el que más disfruta cuando va. Le encanta estar en el agua. Lo malo es que sigue sin medir los riesgos, el peligro, así que hay que estar pendientes de que no se adentre más de lo debido en el mar.

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El aleteo de manos, las alegrías exageradas viendo a otros jugar, el alterarse con ruidos fuertes o cuando había mucha gente y el pánico a la oscuridad... Todas son cosas que fueron llegando y que deben conocer. Luego, lo más difícil, las rabietas cuando no se hacía lo que quería o cuando no se le dejaba salirse con la suya: ver la TV todo el día en el canal que él quería, en vez de compartir el aparato con sus hermanos. Definitivamente esto fue lo peor para mí. Sabía que debía enfrentarlo de forma diferente, sabía que no se comportaba así por molestarnos, sabía que no era su intención lastimar a su hermano más pequeño pero cuando esas cosas sucedían y le hablaba, le explicaba, trataba de negociar con él y mis armas no eran suficientes para calmarlo, la frustración, la angustia y el dolor podían más. Lo castigaba diciéndole que se tenía que quedar en su cuarto o le apagaba la televisión. Acto seguido: destrucción de todo a su alrededor y gritos. A veces, se orinaba, hacía todo lo que podía por manifestar su coraje y por molestarnos a nosotros. Y lo lograba. Hay que reconocer que era más inteligente que nosotros, bueno, diría su padre que yo y sus abuelos, porque con él se comportaba diferente, aunque, pienso que era porque no daba su brazo a torcer. A nosotros siempre nos encontraba el lado.



Ya en la capital José Miguel ingresó al IPHE, donde estuvo un tiempo en lo que llaman planta, es decir, en la sede central de Bethania, donde funciona el programa. Luego estuvo en un aula de inclusión en la escuela Severino Hernández y, más adelante, en la escuela Puerto Rico. Las maestras Gloriela y Annín se llevaban muy bien con él y José Miguel las aprecia mucho. Recuerdo que con la maestra Gloriela tuvo la confianza de pasar un fin de semana. Yo angustiada y él se fue tranquilo, se integró bien y lo disfrutó. Y así hubo otros momentos con ambas maestras.



Un momento interesante en el caminar de José Miguel fue conocer al maestro de educación física Erick Barsallo. El maestro asistió a varios seminarios organización por la Asociación de Padres y Amigos de Autistas que habíamos formado y tenía ese carisma necesario para ganarse a nuestros niños.  José Miguel  se identificó tanto con el maestro que empecé a llevárselo a la escuela en las horas finales de la jornada en la escuela Belisario Porras y él lo integraba a sus clases, a veces le llevaba los implementos de deporte y cuando él se sintió en confianza empezó a participar de los partidos, bueno, al menos corría detrás del balón de fútbol y trataba de quitárselo a los muchachos, "los necios" les llamaba el maestro para llamar la atención de José Miguel. Los niños lo aceptaron y él añoraba el día y la hora en que tenía que salir para la escuela. Poco a poco, el maestro Erick le empezó a hacer un programa prácticamente de triatlón: jugaba con "los necios", hacía algo de ejercicio en máquinas -era una lucha pero lo hacía-, lo ponía a caminar en los alrededores de la escuela y hacía piscina.  Así, además de rebajar -porque unos medicamentos lo habían puesto a comer tanto que se había ganado muchas libras-, le trabajaba la socialización, el aprendizaje de conceptos de la vida diaria y trataba de quitarle una gran fobia que tenía y tiene, aunque en menor grado, a los pinos o árboles de Navidad del tipo que sean, a los cuales les tiene pavor desde niño.  Fueron un par de años de trabajo del maestro Erick, a quien todos guardamos mucho aprecio, y a quien José Miguel no olvida.

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